Bautismo

“La transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo […] el hombre es transferido a un ámbito nuevo, colocado en un nuevo ambiente, con una forma nueva de actuar en común, en la Iglesia. El bautismo nos recuerda así que la fe no es obra de un individuo aislado, no es un acto que el hombre pueda realizar contando sólo con sus fuerzas, sino que tiene que ser recibida, entrando en la comunión eclesial que transmite el don de Dios: nadie se bautiza a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta. Hemos sido bautizados» (Francisco, carta encíclica sobre la fe, Lumen Fidei, 41) 

“La estructura del bautismo, su configuración como nuevo nacimiento, en el que recibimos un nuevo nombre y una nueva vida, nos ayuda a comprender el sentido y la importancia del bautismo de niños, que ilustra en cierto modo lo que se verifica en todo bautismo. El niño no es capaz de un acto libre para recibir la fe, no puede confesarla todavía personalmente y, precisamente por eso, la confiesan sus padres y padrinos en su nombre. La fe se vive dentro de la comunidad de la Iglesia, se inscribe en un « nosotros » comunitario. Así, el niño es sostenido por otros, por sus padres y padrinos, y es acogido en la fe de ellos, que es la fe de la Iglesia, simbolizada en la luz que el padre enciende en el cirio durante la liturgia bautismal. Esta estructura del bautismo destaca la importancia de la sinergía entre la Iglesia y la familia en la transmisión de la fe. A los padres corresponde, según una sentencia de san Agustín, no sólo engendrar a los hijos, sino también llevarlos a Dios, para que sean regenerados como hijos de Dios por el bautismo y reciban el don de la fe. Junto a la vida, les dan así la orientación fundamental de la existencia y la seguridad de un futuro de bien, orientación que será ulteriormente corroborada en el sacramento de la confirmación con el sello del Espíritu Santo. (Francisco, carta encíclica sobre la fe, Lumen Fidei, 43)